Y Rimbaud cogió su guitarra: Dylan revisited (I)
El joven rebelde. La voz de su generación. El traidor a la causa. El candidato al Nobel de Literatura. El artista camaleónico. Bob Dylan ha tenido que lidiar con la plúmbea imposición de las etiquetas desde que su voz de órgano trasnochado ahondase en la conciencia civil de los años 60. Desde entonces, sus intervenciones públicas fueron juzgadas con el baremo de la intransigencia, obligándole a sobrellevar un peso de gurú colectivo que (pobre de él) rechazaba y consideraba erróneo: su única intención era, decía, ser un tipo normal dedicado a la música. Quizás por ello Dylan siempre jugó a confundir a público y crítica, llevando a cabo precisamente aquéllo que no se esperaba de él: su máxima aspiración, pues, era enfundarse el papel de músico invisible, lejos del reclamo atroz de las miradas impertérritas; ¿quién o qué es Bob Dylan? Un espectro equívoco, una identidad inabarcable….Una idea inmarcesible y perpetua de la autodefinición. Sin embargo, es innegable que algunas de sus canciones pertenecen al exclusivo catálogo de la inmortalidad musical: jamás en la historia del hombre se ha visto a alguien capaz de retratar de forma tan precisa y brillante el espíritu de la insurrección, la necesidad del cambio y el mensaje de paz. Pero no quiero caer en el frecuente cliché del Dylan pacifista; detrás de esa clásica imagen con el pelo alborotado, el ademán insolente, resuelto en misteriosos cristales ahumados y denso humo de cigarrillo, se esconde el que quizás sea el mayor genio de la historia de la música moderna: no sólo por la intensidad febril y mística de sus ecuménicas letras, sino también por su erudito conocimiento de la composición musical, que media entre lo espídico y lo zootrópico, entre lo soturno y lo ferolítico. Elaborar una breve reseña de su dilatada carrera, de la que se cumplen 50 años, se presenta sin duda como una tarea hercúlea, casi utópica. Pero I’m pledging my time, de modo que haré cuanto esté en mi mano para ello.
El misterio de los nombres: nace Bob Dylan
Nacido en 1941 en Duluth (Minesotta) con el nombre de Robert Allen Zimmerman, vivió gran parte de su infancia pendiente de la radio: la música le resultaba hipnótica, especialmente el rock ‘n’ roll, que en aquella época emergía como un torrente imparable de energía y vivacidad. Su principal ídolo era Little Richard, al que en su biografía Crónicas vol. 1 describe como “Mi héroe eterno”, recogiendo incluso en su anuario que su sueño era unirse a la banda del artista de Macon. Tras ingresar en la universidad estatal, comenzó a renunciar paulatinamente a su interés por el rock ‘n’ roll, centrándose más en la tradición folk, concretamente en un cantante trascendental para comprender su figura: Woody Guthrie. Cercano al circuito folk de Dinkytown, Bob toma una decisión que irremediablemente transformará su carrera: renunciando al apellido familiar, acuñando el nombre artístico que lo identificará plenamente desde entonces. Nace así Bob Dylan, apellido que recoge de Dylan Thomas, principalmente por la prosodia rítmica que Bob desea (cayendo en la parequesia), y no tanto por la afinidad por la obra del poeta irlandés.
Tras abandonar la universidad en 1961, visita Nueva York para intentar acceder a Woody Guthrie, que se hallaba hospitalizado, padeciendo la enfermedad de Huntington en el hospital psiquiátrico de Greystone Park. Luciendo su recién adquirido nom de guerre , Dylan se adentró en el elitista círculo folk del Greenwich Village, definido como un presuntuoso grupo de intelectuales cuyas ambiciones sociales y filosóficas era el punto álgido de las corrientes artísticas de la cultura neoyorquina del momento. Bob comienza a granjearse una reputación como reconocido intérprete de baladas protesta, versionando temas de Bobby Vee, Dave Van Ronk o el propio Guthrie. Su voz aterciopelada, su actitud chulesca e inconformista, y su incipiente sabiduría mundana lograrían que fuese aceptado como miembro de pleno por la sociedad del Village, tocando en el Gaslight ante celebridades de la talla de Harry Belafonte o Victoria Spivey. Durante uno de estos espectáculos, Bob contó con un espectador de ocasión: el productor de Columbia, John Hammond, que le ofreció la oportunidad de grabar su primer álbum.
Así, en 1962, sale al mercado Bob Dylan, una carta de presentación compuesta primordialmente de versiones de Van Ronk, Curtis Jones o Jesse Fuller, a excepción de dos temas de cosecha propia: Talkin’ New York, una suerte de reseña autobiográfica que determina el fugaz síndrome de Stendhal que Bob padeció cuando pisó la ciudad que nunca duerme por primera vez, y Song to Woody, complaciente homenaje a su mentor y maestro, Woody Guthrie. Pese al discreto resultado de ventas de este álbum (apenas 2500 ejemplares vendidos, lo que casi provoca el despido de Dylan de Columbia, finalmente impedido por la intervención de Hammond), esta opera prima nos permite descubrir fórmulas que Bob desplegaría e implementaría en futuros trabajos, como la pronunciación nasal cuando interpreta, el novedoso hábito de moldear las cadencias para confrontar emociones o la perfecta simbiosis de armónica y guitarra que inmortalizaría su leyenda. Sin embargo, crítico confeso de su obra, Bob rechaza el recuerdo de este disco: “Fue un ensayo necesario para mejorar; la caducidad de esas canciones era inminente”. La temática de sus canciones, además, estaban evidentemente influenciadas por su círculo de amistades, prominentemente progresitas, contestatarios y antisistemas, lo cual condicionó la selección preconcebida de las obras. La portada, al igual que las canciones, revelan a un Dylan juvenil, excesivamente inmaduro e ingenuo, pero con un afán inenarrable de mejora, seguro de sí mismo y con ganas de trascender. Al año siguiente, Bob publicaría The Freewheelin’ Bob Dylan, piedra de toque de la cultura folk universal.
With Bob on our side: la época folk, el éxito
De nuevo con Hammond a los mandos de la produccion, Dylan comenzó a grabar The Freewheelin’… con las distintas composiciones que había elaborado en todo un año. El desarrollo personal y artístico crecía a un ritmo imparable, alcanzando de forma precoz una madurez intelectual y compositiva admirable, un cambio que se nota en primer rasgo en su icónica portada (homenajeada en el filme Vanilla Sky, con Tom Cruise y Penélope Cruz): del virginal rostro de un Bob imberbe de su debut, a un joven confiado, agarrado en clara posición romántica con la que era su novia entonces, Suze Rotolo. Este álbum nos descubre el claro interés de Dylan por el cambio social: apela directamente al oyente a luchar por sus derechos, a reclamar un nuevo orden y desdeñar el látigo violento de las gerontocracias imperantes; pues, al fin y al cabo, Dylan se dirigía a toda una generación de jóvenes afligidos por el sistema, conscientes de la fugacidad de la vida, del deterioro incansable de las civilizaciones, ahítos ya de una doctrina desfasada. Dylan atraviesa por las vicisitudes de sus trabajos anteriores con ansia innovadora; con tan sólo 22 años, recupera lo mejor de la tradición folk y la canción protesta, pero aportando su particular perspectiva, con un ojo minucioso para el detalle, la poética y, especialmente, la pronunciación, dotando a sus palabras de un traje áspero, recriminador, con una profundidad especialmente hiriente. Se abre con el archiconocido himno antibélico Blowin’ in the wind, posiblemente la canción más versionada de la galería dylanesca: a través de una secuencia de preguntas retóricas sobre la condición humana, cuyo único fin es evidenciar la futilidad de la “necesaria” guerra, Dylan, en elegante y escéptica respuesta, concluye que ésta está soplando en el viento. Girl from the North Country ha acusado, quizás, la veleidad de las tendencias musicales, resultando ahora un poco anacrónica y roída; sin embargo, su base nostálgica, su desesperada manera de arrancarle un recuerdo al pasado, continúa resultando conmovedor, incluso con esa melodía sencilla y acaramelada. Masters of war peca de facultades más líricas: es un ataque vehemente y maniqueísta contra los altos estamentos y poderes, los señores de la guerra, donde Bob exhibe un verbo ponzoñoso y viperino que desgrana ácidamente sus crímenes y a los que condena duramente. A Hard Rain’s A-Gonna Fall es la primera gran letanía de la discografía dylanesca; de resonancias épicas, en ella Bob utiliza como coartada el regreso de un hijo a su hogar para plantarnos una radiografía escrupulosa de la cartografía social norteamericana, ilustrando impúdicamente los lugares comunes de miseria y sufrimiento, erigiéndose una vez más en portavoz oficial de los flemáticos ciudadanos. Como última tema analizado, la magnífica balada motivacional con tintes amorosos Don’t Think Twice, It’s All Right, donde Bob se despide de una forma un tanto altiva y superficial de una amante: el germen de una de las principales acusaciones de los detractores a lo largo de su carrera, que arremeten contra él al considerarlo excesivamente misógino cuando las mujeres figuran en sus temas.

Bob Dylan e Suze Rotolo, no Greenwich Village. Fotografía: The Faust Rocks Yeah
El éxito del trabajo es rotundo, no sólo en lo comercial (alcanzando incluso el nº1 de ventas en el Reino Unido), sino también en lo cívico: su mensaje comienza a expandirse a lo largo de toda la nación norteamericana, donde es asumido y estudiado por universitarios, intelectuales e incluso políticos, que comienzan a entrever en él una amenaza potencial. Su prestigio aumenta también musicalmente y autores como Peter, Paul and Mary o Joan Baez (con quien mantendría un romance en el futuro) versionan sus temas más reconocibles, concluyendo que Bob había encontrado las notas perfectas para definir su pesar y su sentimiento. En 1963, apenas un año después de The Freewheelin’…, Dylan no contempló darle tregua al público, y con la genialidad voraz que le caracterizaba publicó The Times They Are A-Changin’, un álbum esencialmente contestatario, una eclosión de protesta y reproche contra los estamentos institucionales en los que, además de su ya conocida faceta de cantautor inconformista (así lo certifican el esperanzador y premonitorio tema homónimo, o la profética canción con alusiones históricas When The Ship comes In) , Bob se disfraza de cronista para relatar, de manera mordiente y fatal, distintos hechos reales acaecidos en el seno de la nación más poderosa del mundo; de este estilo, podemos encontrarnos temas como The Lonesome Death Of Hattie Carroll, donde se relata el asesinato de una criada negra a manos del señorito para el que trabajaba, o la excepcional Ballad of Hollis Brown (versionada sensacionalmente por Nina Simone), amarga estampa de la desesperada situación en la que miles de familias malvivían, y donde la vida era verdaderamente un crudo valle de lágrimas. Bob Dylan supo homogeneizar y sintetizar el sentir común de la juventud de la época, pese a que la calidad final del álbum, a vista de sus obras posteriores, resulte mediocre y de efímero consumo. Pero no hablemos avant la lettre: Dylan todavía nos tenía reservadas sus mejores cartas en esta partida que es su vida.
Decidido a explorar nuevos paisajes musicales, Bob renuncia (parcialmente) a su habitual clamor popular desde un púlpito universitario y presenta Another Side of Bob Dylan (1964), en el que exprime su creatividad lírica y demuestra un distanciamento temático de su habitual canción-protesta, ofreciendo una perspectiva acorde al título que recoge. Si bien sicofante y entusiasta a partes iguales, la obra no representa un avance especialmente relevante en la trayectoria del de Duluth; juguetea con el delicado juicio popular, alquitrana palabras y abandona sus trepanaciones ideológicas, hasta ahora reticentes, por un estilo más ingenioso y exento de responsabilidad. De hecho, lo más cercano a la recriminación que dominaba sus canciones hasta entonces es Chimes of Freedom, una nueva letanía para satisfacer a sus acólitos cotidianos y en pugna material con A Hard Rain’s… La hermosa To Ramona, con una composición exquisita, sobria y elegante, nos permite contemplar el diálogo/monólogo de Dylan con la susodicha mujer del título (intuimos que una amante), a la que aconseja sentimentalmente sobre el bien de la relación, o sobre cómo funcionaba entonces; la tristeza se derrama con los ojos llorosos de la protagonista. Con My Back Pages, Bob entona un claro mea culpa sobre su condición de profeta de la verdad indiscutible, reconociendo quizás un exceso de demagogia intensiva en sus composiciones previas, pese a recurrir a unas construcciones altamente pretenciosas para ello. Finalmente, otro tema reseñable con el que se cierra este álbum es It ain’t me, babe, una procelosa exhortación que Dylan envía a una amante, ante la que se exime de toda culpa o cargo al no haberle prometido jamás amor; si bien la sintonía es leve y ligera, el mensaje de distinción de poderes (de nuevo Dylan refleja una cierta falocracia) es más que patente.
Cuando todo el mundo comulgaba de su palabra y oración, Dylan decidió finalmente desprenderse de su pétrea calificación de cantautor-protesta, de bardo folkie con ínfulas biliares. Transformando su canción, su imagen y su estilo, avanzando progresivamente hacia un cuño folk rock, Bob revolucionó la realidad y el mundo de la música y puso patas arriba al cuarteto más famoso de Liverpool al introducirlos en la marihuana en aquel verano extraño de 1964. El nuevo y pintoresco Bob Dylan manejaba los hilos de la sociedad a su libre albedrío de una manera inteligente y sutil, evidenciando en cada momento las disparatadas barreras de lo permisivo y de lo legítimo. Su talento parecía no conocer límites.
El tridente rock: “¡Judas!” y otras historias
Dylan grabó su siguiente álbum, Bringing It All Back Home (1965), en tan sólo 3 días. La metamorfosis a la que se estaba sometiendo no sólo como individuo particular, sino como icono mundial emergente, comienza a ser patente en la misma portada, enigmática y esotérica, acorde con el nuevo estilo adoptado: el gato azul, la mujer del vestido rojo, los discos de Robert Johnson esparcidos, el ambiente ondulado y psicodélico, como visto desde un ojo de buey… ¿síntomas inexplicables de un sobresaliente genio, o espasmos fortuitos de un trastornado emocional? Acostumbrados a que Bob se solidarizara con el vilipendiado trabajador, empatizando con su sufrimiento y su sobrecarga, los fans se sorprendieron terriblemente al comprobar la diversidad rarificada de sus nuevas composiciones: ¿dónde estaba el compromiso por la lucha? ¿Dónde el empeño por la libertad y la justicia? Los inefables calambures, la psicotrópica fauna, los imposibles adagios… surgen, se dignifican y se alambican en las nuevas canciones, cuyo confuso y anárquico contenido sugiere que ocultan más de lo que dicen: las pretensiones misteriosas de Dylan, el verdadero significado de esos inconexos estribillos, continúa hoy siendo debate y materia en las universidades (de hecho, A.J. Weberman, el más enfermizo y analítico de los fans de Bob, rastreó en su basura para descubrir cuál era el mensaje del bardo). Las explosiones musicales se suceden como una rebelión: Subterranean Homesick Blues abre el álbum; inspirado en el Too Much Monkey Business de Chuck Berry, se trata de un frenético bombardeo de palabras con un Dylan especilamente pletórico desplegando una imaginería absurda y grotesca, pero extrañamente brillante, marcándose un arrebato beat, precursor del hip-hop o del rap (el videoclip, o adelanto del documental Don’t Look Back, del que hablaremos después, con Dylan pasando los carteles con los versos de la canción, no tiene desperdicio; se trata de uno de los primeros videoclips de la historia del pop, y ha sido numerosas veces parodiado). Maggie’s Farm es la manera más diplomática y apoteósica que el Dylan de la impostura y el desacato tiene de despedirse de su antiguo pasado folkie: en tono egolírico y acústicamente atronador, el de Duluth anuncia que no se volverá a vender a ese estilo ni a ese mundillo, y que cuanto le preocupa ahora es desmenuzar sus posibilidades artísticas. Bob Dylan’s 115th Dream es un relato surrealista e hilarante del descubrimiento de América: administrando el tempo y la verborrea fogosa, Dylan nos sitúa en un paralelo de sus particulares andanzas al llegar por primera vez a suelo americano, dibujando un paisaje atroz e inexplicable, con pinceladas de contrariedades magrittescas o atrezzo digno del propio Ionesco. El genial Mr. Tambourine Man nos trae uno de los temas imperecederos del cancionero dylanesco; Dylan consigue que su música se sitúe en la categoría de literatura ejemplar, con sus imágenes parnasianas, con ese estribillo sobrecogedor y voluntario, transportándonos a un universo atemporal y ascético, como un breve y numinoso nirvana de experiencias sensoriales, que The Byrds convirtieron en un delicado himno lisérgico. It’s Alright, Ma (I’m only bleeding) semeja una trapaza para incautos y descuidados fans del cantautor: pese a albergar alguna de las más memorables frases del creador (desde eclipses en cucharas de cristal hasta pistolas de juguete con Cristos color carne, frases que sin duda André Bréton convertiría en epitafios), no se debe caer en la nigromante interpretación de que es una crítica hacia el capitalismo feroz, o un desequilibrado mosaico de anatemas; su esencia es la frialdad lírica, la anhedonia representativa de Bob a la hora de entonarlo, como abúlico, como moribundo. El plástico claudica con un It’s All Over Now, Baby Blue, donde Dylan vuelve a hacer gala de una distintiva facundia para ejemplificar los amores condenados, si bien sospechamos que esta canción (como muchas de su discografía) se la dedica a sí mismo, acusándose de una forzosa hipocresía que debe abandonar de inmediato.

La nueva estética de Bob. Fotografía: Spydersen
Situado ya como el inexpugnable hierofante, en un puesto de omnímodo líder del establishment que lo había rechazado previamente por su mensaje, Bob podía permitirse ademanes arrogantes y logogríficos con los que dar espantadas a los cenizos periodistas de turno (para los que Bob seguía siendo el profeta de la protesta y el compromiso social, en lugar del simbolista musical en que se estaba transformando), en ruedas de prensa donde su ingenio espontáneo era, una vez más, insuperable. Rescato la siguiente conversación entre Dylan y un periodista que se excedió en su audacia informativa, pagando con su humillación una pregunta ridícula:
-Periodista: ¿Cuántos cantantes de protesta hay en la actualidad?
-Dylan: Sobre 136.
-P: ¿Dices sobre 136 o exactamente?
-D: Bueno, entre 136 y 142.
En el verano de 1965, aprovechando la gira británica de Dylan, el realizador D.A. Pennebaker le ofreció al cantautor acompañarle para grabar todas las actuaciones, así como un acceso ilimitado al backstage y un seguimiento exhaustivo de las actividades del cantante. Dylan aceptó encantado. Nace así Don’t Look Back, uno de los más ambiciosos proyectos documentales en la historia del rock, precursor y pionero cinematografíco de los subsiguientes rockumentaries sobre estrellas de la canción. Con él, descubrimos la envergadura humana de Dylan fuera del ámbito del escenario, con su estilizada y enjuta silueta, con su palabrería de goliardo y su crítica deletérea a Donovan, axis mundi de un público entregado, que le persigue y le acosa; los ingenios se suceden como balas de un cañón sempiterno (trasciende especialmente la frase “Give the anarchist a cigarrette“, con la que Chumbawamba haría una estridente canción); además, en ella figuran personajes de la talla del propio Donovan, Joan Baez (que canta a dúo con Bob temas de Hank Williams) o Albert Grossman, mánager del de Duluth, con una vena colérica especialmente agresiva, buscando complacer los caprichos de su estrella. Por primera vez, podemos ver un Dylan vulnerable, frágil, humano; se nos presenta como mortal el dueño de la verdad única, desposeído de su esencia de arúspice, revelando una actitud de crío inmaduro o poeta urbano, si bien genial e inigualable.
En uno de los episodios de mayor controversia en la historia musical reciente, Bob se presentó al Newport Folk Festival de 1965 como estrella invitada y principal. Sin embargo, durante la actuación, invitó a su acompañamiento a enfundarse guitarras eléctricas, algo que él mismo también hizo, comenzando una sesión eléctrica no solicitada. El público estalló en abucheos contra su héroe de breve figura; desde que Stravinsky publicase La Consagración de la Primavera allá por 1913, no se había visto semejante revuelo contra un músico. Si bien el sonido era escabroso (al parecer, hubo problemas con los amplificadores), la provocación ya se había hecho pública: Dylan estaba al tanto del desagrado del colectivo, al que llegó a denominar tiranos al querer imponerle el estilo que debía tocar, en lugar de permitir su libertad como artista y como persona.
Tildado de “vendido” e “hipócrita”, este tipo de exabruptos no rebajaron el ímpetu creativo del bardo, que irrumpió a fines de ese verano con su siguiente trabajo: Highway 61 Revisited, en lo que probablemente sea el mejor de sus álbumes; templo de culto para académicos y poetas, es el trabajo más escudriñado, debatido y desgranado en su ámbito, desnudo ante los ojos de la clase, pero con la piel intacta y virgen de los auténticos misterios aún irresolutos: aún quedan intrépidos estudiantes de hermenéutica, con arrojos temerarios y sobradas gónadas, que buscan una exégesis idónea y aceptada. Mientras que los Rolling Stones deslumbraban con (I Can’t Get No) Satisfaction, y The Beatles publicaban un presuntuoso You’ve Got To Hide Your Love Away, Bob sacó el que sin duda es el mejor single de todos los tiempos: Like a Rolling Stone. Se trata de una diatriba de seis minutos, donde un fulminante órgano absorbe el desarrollo del tema, mientras Bob, en su punto álgido de crítica vernácula y creatividad, rebaja a la protagonista de la canción a la categoría más humillante, vituperándola incansablemente (una mujer antes afortunada y exitosa, ahora condenada a vagabundear), interpelándola atronadoramente con un grito que hoy ya forma parte de la cultura popular: How does it feel? En numerosas ocasiones, este tema ha sido reconocido como el mejor de la discografía del autor, y sin duda cuestionar este axioma es una tarea ardua y agotadora. Junto con este tema, el álbum recoge una serie de obras excelsas y únicas que merecerían el raro reconocimiento de ser objeto de estudio: Ballad of a Thin Man, uno de los temas más oscuros y nigérrimos de la producción dylanesca, nos acerca la historia de un hombre singularmente siniestro (con cercanías al suicidio), con una base de piano tan gótica y tan morigerada que toda la atmósfera de la canción nos acaba apresando, en especial la inagotable llamada de su estribillo (Do you, mr. Jones?). Más afincado en la cultura beat (con alguna que otra referencia a Kerouac y a Ginsberg), tenemos Tombstone Blues, discursiva galería (y otras soledades) de atrocidades de bazar y con los habituales calambures de Bob cosidos como un parche natural (con frases tan sobresalientes como: The sun’s not yellow, it’s chicken); como una dosis repentina de adrenalina, demuestra su vertiginoso avance, similar a un infarto instrumental, no deja lugar a un oyente taquicárdico. Con el tema final, Bob Dylan no solo roza la excelencia musical, sino literaria: Desolation Row es una epopeya lírica de casi 12 minutos donde tan sólo dos guitarras acústicas marcan la pauta; el verdadero mérito recae en la vasta visión del cantante, que trata este tema como un inventario de obscenos personajes históricos, que van desde una taciturna Cenicienta hasta una batalla entre T.S. Eliot y Ezra Pound(del que probablemente Bob recoge el modelo narrativo, muy similar a sus Cantos pisanos) y en el que, como encinto cajón de sastre, cabe todo: desde la condición moral de los clientes, hasta el ineluctible paso del tiempo, abocado, en punto final, a la muerte; sin duda, una de sus más eternas canciones, donde se vuelve a demostrar su sagacidad, su savoir faire y su indeleble e inconsumible talento compositor.
En la primavera de 1966, como parte de una nueva gira, la conjunción de los astros quiso que Manchester se convirtiese en una ciudad característica de la geografía dylanesca. Tras un periplo marcado por el fuerte rechazo del público ante su creciente estética musical (ya habíamos mencionado las desavenencias y tribulaciones con respecto al público folk), Bob llegó a declarar: “No me gustan los abucheos; no me dejan afinar bien”, llegando a retirarse antes concluir el espectáculo para recluirse a llorar amargamente en su camerino. Así, el genio de Duluth se esperaba el volcánico recibimiento por parte de la audiencia del Manchester Free Trade Hall aquella velada; nada parecía nuevo en su monótona repetición de un “boo” desentonado y unánime. Sin embargo, durante la actuación, se produjo uno de esos momentos clásicos que configuran la leyenda del de Duluth. Poco antes del final del concierto, John Cordwell, estudiante universitario, se adelantó a sus compañeros del público, y aprovechando un momento de silencio en el auditorio, profirió uno de los gritos más famosos en la historia del rock: “¡Judas!”. Ante tal herejía y blasfemia conjunta, y viendo cómo el público aplaudía la osadía de Cordwell, un Dylan iracundo se acercó al micrófono, y con ese tono de voz frío y fulminante que antes encandilaba a su audiencia, respondió: “I don’t believe you. You’re a liar!”, y dirigiéndose a sus músicos de acompañamiento, gritó: “Play it fucking loud!”. Así de tajante fue Dylan con los puristas del folk: acepten, pues, su partida.

Bob Dylan, en la actuación de Newport. Fotografía: Gonomad
Pese a estos indeseables incidentes, el éxito de Dylan no hacía más que aumentar en dimensiones geométricas: multiplicaba dividendos y escándalos como panes y peces, y su popularidad mundial jamás fue tan alta como en aquel entonces. Egregio icono mundial, en la cúspide de su actividad creativa, ¿qué podía hacer Dylan si no capear los problemas y continuar publicando trabajos soberbios? Así, pues, en 1966 llega a los establecimientos una joya innovadora y translúcida: Blonde on Blonde. El sonido renovador, como un martillo aporreando una placa de mercurio, deja helados a los críticos más acérrimos: se mueve suave, dulce a veces, pero sabe ser etílico y nubloso, sarcástico y sicalíptico si así se requiere: con su blues insurrecto, sus aires canonizados, su infalible fórmula lírica, se trata del primer disco doble en la historia del rock, hito sobresaliente sin duda. El vinilo se abre con la adictiva Rainy Day Women #12 &35 (una alusión evidente al consumo de marihuana), con una orquesta digna de Mardi Gras y deponiendo un ritmo ebrio pero raramente sincronizado, mientras Dylan, con sorprendente energía, rasga con voz segura eso de “Everybody must get stoned!“. En su habitual línea de letanías prolongadas y poliédricamente magníficas, Bob regala la triste Visions of Johanna, un conmovedor documento con su recurrente escarlatina de versos alienados, quebradero de cabeza para torpes pietistas de su obra, que narra, con nostálgica felicidad, las luces y las sombras de su relación con Joan Baez (¿dónde empieza la noche, cuándo se despide el violinista?). Stuck Inside of Mobile with the Memphis Blues Againe es una pieza digna de caligrama o de vodemil: su uso de imágenes deliberadamente contrarias al sentido común (desde Shakespeare perdido en un callejón hasta el predicador con titulares grapados en el pecho) roza la línea perroandaluza y dalinesca que Dylan exhibía en aquellos tiempos, justificando además el registro tal vez excesivamente largo del tema. I Want You es un catálogo de fetiches nimios, de tótems vulgares (desde campanas rotas hasta niños con trajes chinos), que de alguna forma guardan relación con la bonanza emocional fruto de la limerencia de Bob. Just Like A Woman es una prima carnal más umbría y desolada de Like a Rolling Stone, si bien nacida no tanto del rechazo como de la resiliencia, desmontando minuciosamente la porcelana y el ámbar de una disecada estrella de la farándula, cuya lástima y melancolía fluyen humanamente en contraste con su clara expresión superficial y ojeriza. Finalmente, una canción a la que se dedica toda una cara del vinilo, la prolija Sad-Eyed Lady of the Lowlands, dedicada a su amor por aquel entonces (y que acabaría siendo madre de sus hijos) en ufano soniquete, Sara Lownds, a la que la música popular le debe un hueco especial de veneración; el tema, a calzón quitado, es una apasionada, incontrolada y frugal carta de amor de Dylan a Sara, a la que sitúa en categorías panteísticas, pues todas las cosas la encuntran, o (más bien), ella está en todas las cosas, como un libidinoso holismo de carne y pecado, desde la mísera esquina de una uña hasta el refugio celestial de los labios.
Encontrándose en la cúspide de su carrera, con una novela a punto de ser publicada (la aún hoy inédita Tarantula) y con un futuro brillante y esperanzador, el 26 de Julio de 1966 Dylan enfiló la carretera de Woodstock con su motocicleta Triumph 500, sólo para comprobar que los frenos habían fallado. Aunque se fracturó varias vertebras cervicales, Dylan se recuperó en poco tiempo, pero algo en él había cambiado. Todo cobraba una nueva textura.

Dylan, en sus tiempos del Blonde on Blonde. Fotografía: Un Mundo Perfecto
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