Suicidio por desahucio es suicidio
Espero que no sea cierto eso de que en los últimos momentos de la vida uno asiste, como si estuviesen siendo proyectados en un cine, a los recuerdos de su propia existencia. De verdad espero que, sea quien sea el que haya enunciado esa teoría, esté equivocado. Y lo espero en nombre, por ejemplo, de José Miguel Domingo, que la semana pasada se ahorcó en su casa unas horas antes de que dejase de ser suya para siempre. A José las cosas no le iban bien, su negocio -una pequeña papelería- estaba de capa caída. No tenía familia, así que los responsables de Caja Rural Granada sólo tuvieron que emitir un sucinto comunicado en el que lamentaban lo ocurrido y divulgaban datos sobre la maltrecha relación económica que mantenían con José a modo de excusa. No hubo llamadas telefónicas con un asqueroso pésame. Mejor que se los ahorren, que de seguir las cosas así igual hay que echar mano de bastantes pésames de postín. Yo, como les decía, de verdad espero que, mientras José se ponía la soga al cuello, o mientras empezaba a perder el sentido, lo último que recordase no fuese la razón por la que había decidido bajarse de este mundo: la miseria.
En algún momento, no sé cuándo -espero no saberlo por juventud y no por haber nacido ya sin él- perdimos el norte. Nos desviamos del camino que la historia ha ido marcando con delirante trabajo y miles de errores que más tarde fueron subsanados. Es una realidad: nos estamos equivocando, el problema es que algunos piensan que están acertando. Nos ha cegado el dinero, nos ha cegado el “más, más y más”. Y ahora nos hemos dado de bruces con el “menos”. Como en todos los choques fuertes, hay posibilidad de morir. Una posibilidad terrible, sobre todo, por evitable. Porque uno, sea sentado en su salón, dando un paseo, o en la ducha, puede preguntarse: “¿y si mañana es uno de los míos?” Y entonces, el siguiente paso, el natural, el optimista: “¿no hay más salidas?”.
Pues no. Las hubo, quizá todavía hay algunas; siempre alguien dispuesto a echar una mano. Pero se están agotando a una velocidad alarmante. Ahora ya sólo queda la desembocadura humana: la miseria, la ruina. La calle. La dura, la de asfalto, el mismo contra el que se estampó el cuerpo de Manuel G., el hombre que también la semana pasada -al día siguiente del suicidio de José Miguel- decidió saltar por el balcón de su casa unas horas antes de que llegase la procuradora a desahuciarles a él y a su mujer, encamada y con depresión. Manuel sobrevivió al impacto, pero lucha por su vida en uno de los hospitales próximos a su localidad, Burjassot (Valencia).
Para los vecinos, incredulidad y temor. Eran ellos, los de la puerta de enfrente, los que eran más o menos educados; los muertos. Los que eran, en el fondo, iguales. Para el resto, un “flash” amargo. Una pequeña pieza en el informativo compuesta por esos mismos vecinos con un micrófono ante la cara o una página en el periódico con el dudoso honor de estar un poco antes que Messi pero siempre detrás del recorte o la huelga de turno. Al día siguiente, ya nada. Y ya tenemos montada una pequeñísima pieza más del puzzle decadente en el que se ha convertido nuestro país.
“No nos han pagado, ¿qué podemos hacer? No somos los malos”, claman los bancos con la mano en el corazón -sí, “corazón” es una licencia literaria, desde luego-. Lo que pasa que siempre se les olvida la misma parte del discurso: “Cuando nos hemos puesto a jugar con el dinero de todos y hemos terminado perdiéndolo de forma vergonzosa, hemos tenido ayuda casi antes de pedirla. El sistema funciona. El sistema es una maravilla”. Tantos de Bankia por ahí y el banquillo de acusados tan vacío. Se conceden hipotecas de 240.000 euros a personas con nóminas que no llegan a los 1.000 euros. Sí, estoy de acuerdo en que el primer culpable es el que asume el riesgo de pedir esa clase de hipoteca pero, ¿de verdad que a nadie en toda una entidad bancaria le parece descabellado conceder algo así? Uno podría pensar que sería mejor el “no”, al fin y al cabo, mejor frustrar que matar. Pero el pensamiento que se impone es otro: “bueno, adelante, y si no la pueden pagar pues se desahucia y listo”.
El sistema no es una maravilla. El sistema es unidireccional y falto de alternativas. El sistema, además de corrupción en todos los niveles, empieza a sumar muertos. Muertos por desesperación. En pleno siglo XXI. Menos mal que nos hacemos llamar “del primer mundo”.
¿Hasta qué punto de deshumanización ha llegado la especie humana para poder hacer algo así a sus semejantes? En algún momento del camino, en esa esquina en la que nos equivocamos y torcimos hacia donde no era, la humanidad se nos cayó del bolsillo, y nos quedamos tan sólo con la cartera. ¿Todavía estamos a tiempo de volver atrás? Espero que sí. De verdad. Pero la confianza, igual que el dinero, también se acaba, y quizá cuando nos demos la vuelta la miseria ya se lo habrá llevado todo.