Luz de bengalas para el vals de la muerte
Hace unos años, la película Vals con Bashir estuvo nominada al Oscar. Fue allá por 2009. No ganó, y tuvo que conformarse con volar durante ese año en un brillante Globo de Oro a la mejor película de habla no inglesa. Un pequeño viaje por la cima. Pero ese Vals no era pieza de museo ni de coleccionista. No era blanco de halagos o grandes discusiones sobre su belleza o su aportación al cine. Puede ser que lo fuese, porque el mundo es inmenso; pero no era ése su lugar. Por eso fue olvidado de una forma tan rápida. Su lugar es la tierra, los escombros, la sangre, el ruido y, sobre todo, la muerte.
Debió ser curioso para Ari Folman, el director israelí de esta obra maestra, verse a sí mismo como dibujo animado. Ver a todo un mundo -el que por desgracia le tocó vivir en sus años de juventud- convertido en una grotesca animación. Pero así lo quiso. Mejor el dolor y el trauma que el vacío de la nada más absoluta e inquietante, debió pensar. Quiso contar un pedazo de una guerra, la del Líbano de 1982, de una forma diferente. Escogió el documental. Escogió la animación. Dibujos animados que cuentan historias reales, de personajes reales, que prestan sus testimonios y voces reales. Una combinación de Flash, cortes clásicos de animación y 3D. Y realidad.
Todo comienza con una pesadilla, la de un amigo y compañero de Folman en el ejército veinte años atrás. Un sueño tan amargo como recurrente, con ecos de guerra caducada, pisoteada y olvidada a conveniencia (por algunos). Y una petición, la única, la que hace que todo esté todavía pendiente de un hilo de sentido: que Folman cuente todo aquello en una de sus películas, ahora que, de vez en cuando, dirige alguna que otra película. Ahora que lo ha olvidado todo.
Lo había olvidado todo. Un olvido tan aséptico que semejaba un nudo atado y bien atado en la memoria. Un olvido demasiado bueno, tanto, que no lo era. Y poco a poco empiezan a llegar los primeros flashes, las primeras imágenes; primero sin sentido, todavía más perturbadoras. Luego, como un puzzle patético, todo se va encajando de la mano de testimonios de otro tiempo y unas pocas dosis de terapia. El fin del olvido tenía nombre: Sabra y Chatila. El lugar en el que la Falange Libanesa -exaltada por la venganza de la muerte de su máximo dirigente Bashir Gemayel- mató, torturó y violó a decenas de palestinos encerrados en un campo de refugiados. Un día, una noche y medio día. 30 horas. Lanzando bengalas al cielo durante la noche para seguir teniendo luz. Para no detenerse. Alegaron que iban en busca de terroristas, pero eso no ocultó los cadáveres de ancianos, mujeres y niños. Un ejercicio de violencia despiadada de unos y de asqueroso voyeurismo sádico de otros: fuerzas israelís y algunos combatientes estadounidenses aguardaban, sin hacer preguntas, a las afueras del campo de refugiados. Entre ellos, Ari Folman, que inconscientemente se obligó a no recordar. Todo había empezado con una pesadilla. Todo acababa con una pesadilla. Una pesadilla real.
La realidad. Sea tras el género que sea, la historia seguirá siendo la historia. Y la realidad es la mayor fuente de historias que existe. Las suscita, alimenta la imaginación o, directamente, las soporta, las vive, las mastica y las escupe. Y las personas flotan en esa realidad, igual que el jovencísimo Folman, dotado de una sensibilidad que la masacre estuvo a punto de silenciar, flotando en el agua de una playa mientras las bengalas cubren la noche libanesa.
Ari Folman es un doble superviviente: sobrevivió a una guerra, y volvió a sobrevivir a un recuerdo que le parecía negado. Y sobrevivió para contarlo. Ha dirigido tan sólo cuatro películas. Ninguna de las otras tres alcanzó la efímera pero razonable fama de Vals con Bashir. Es, sin embargo, suficiente. Suficiente para mantener al espectador en un baile asombroso, animado y real. Poco más de una hora de vals. Con cualquiera que no tenga miedo a bailar. Que no tema agarrarse para dejarse llevar a echar un vistazo a las tripas hipócritas de lo que es la cobardía en su máxima expresión: el genocidio.