El peligro de mutar en procesión

El miércoles pasado fui a la manifestación. Me levanté a media mañana, caminé hasta el centro de Santiago de Compostela y me sumergí de lleno en la marea humana. Después observé, escuché, fotografié e intenté, en la medida de lo posible, informar.

No estuve lejos de la cabeza de la marcha, pero como tampoco me preocupaba el ritmo ni tenía prisa, me dejé ir y me acomodé en la mitad. Después de caminar unos minutos, me decidí a escrutar lo que tenía alrededor con detalle, como intentando aislarme de todo lo demás: al lado, un señor leía un periódico mientras caminaba, lo cual hacía que chocase constantemente con las personas que iban delante; al otro lado, un par de chicas comentaban el “solazo” que nos acompañaba aquella mañana y se repetían mutuamente lo mucho que les hubiese gustado ir a la “playita” en pleno noviembre. No era un panorama muy contestatario, la verdad. Delante, un par de chavales llevaban pancartas, pero estaban giradas: iban demasiado atentos a sus móviles. Detrás, una mujer con un carrito de bebé atropellando pies sin cesar.

“Será que me ha tocado un colectivo un poco despistado”, me dije. Así que tiré de puntillas dispuesto a buscar algo de acción. Tal vez una cacerolada, algún cántico, un poco de ruido… pero no. Solo pude ver a lo lejos a un chico que golpeaba un cazo de vez en cuando, pero no tardé en perderlo de vista (y de oído).

Llegué a la Praza da Quintana extrañado. Me extrañaba la falta de efervescencia, el silencio pegajoso y los escasos comentarios a media voz. Allí, las consignas llegaban confusas y entrecortadas por una megafonía muy lejos de la altura de las circunstancias, al igual que los oradores (grito – “compañeros” – aplauso – “compañeros” – aplauso).

Ya cuando estaba dispuesto a marcharme me encontré a un buen amigo. Los dos rumiábamos lo mismo, por lo que nos bastaron un par de palabras para saberlo. Nos faltaba algo. Algo básico, algo que debía dotar de sentido a la marabunta: nos faltaba la manifestación.

Supongo que puede parecer extraño, y más cuando unas líneas más arriba he dicho que estuve en la manifestación del miércoles. Quizá sea momento de desdecirme para explicarme mejor: el miércoles estuve en un paseo multitudinario y matutino que recorrió algunas calles de Santiago de Compostela, con contadísimos incidentes.

“La gente está dormida”, me decía otro amigo. “Tal vez tengas razón”, contestaba yo, tirando de frase que casa en cualquier contexto por diplomática. La gente no está dormida, está despierta, porque sabe lo que le están haciendo. Pero la gente ya no cree. O, si queremos tirar de optimismo, a la gente le cuesta más que nunca creer. El que es totalmente pobre no desconfía, porque no tiene nada que perder. Pero el que se está asomando al abismo desconfía de todo el mundo porque, aunque cualquiera podría darle la mano, cualquiera puede empujarle. Ya no valen los sindicatos, ya no valen los políticos, ya no valen los del 15M, las agrupaciones ciudadanas carecen de cualquier poder real. Parece que ya no queda nadie. Entonces salimos a la calle, que todavía es nuestra, y caminamos, decididos a que lo último que se pierde es la dignidad.

Las manifestaciones no son manifestaciones porque vayan muchas personas. Si no, cada partido de fútbol -y más en este país- podría llamarse “fiesta de la democracia”. En las manifestaciones se intenta expresar un descontento. Y creo que los que están ahí arriba tienen la cara lo suficientemente dura como para no asustarse por miles de personas que parece que van de picnic.

No se me entienda mal, no llamo a la violencia. Sin duda, creo que la razón siempre estará de lado del que no necesita liarse a palos para legitimarse. Pero la razón tampoco está en el silencio, o en la pantalla del móvil, o en el clima.

Porque actuando de esa forma casi desconectada con la realidad, el término manifestación pierde sentido y cobra tintes muy peligrosos que lo transforman en otro que no tiene nada que ver: procesión. La procesión, también multitudinaria y también muy conocida en España. Con una diferencia fundamental: la procesión venera. Es una muestra de asimilación, conformidad y reverencia. Reverencia a un sistema.

Tal vez nos estemos malacostumbrando, tal vez se ha perdido la constancia al encadenar una manifestación tras otra y ver que no se logra lo que se pide. Tal vez. Pero si tanto se ha luchado para que la manifestación sea un derecho, no lo rebajemos ahora convirtiéndolo en una pantomima.