Adiós, Tony

Un hombre sale al escenario con un estuche de guitarra, de esos rígidos, siempre asociados en el cine a los gángsters para ocultar sus metralletas. Se sienta ante un timbal, sobre el cual pone un pañuelo. A continuación, le propina una serie de golpes, como comprobando su afinación. Todo en orden. Ahora abre la funda de la guitarra y de su interior saca un plato, un cuchillo y una manzana. Todo esto en la televisión, con público en directo, expectante. ¿Qué demonios va a hacer este señor?

Un jovencísimo José María Íñigo ya lo había anunciado: “Tony Leblanc nos prometió hacer aquí algo único, algo que nunca se había hecho en televisión. Allá él con lo que haga.” ¿Y qué hizo? Lo más natural que se puede hacer con un cuchillo y una manzana: pelarla y comérsela ante un público que se dividía entre los perplejos y los que se morían de risa.

Apenas unos meses antes, los Sex Pistols habían sido los primeros en decir “fuck” en la televisión británica. Ahora, Tony Leblanc entraba en la historia de la pequeña pantalla por ser el primero en comerse una manzana en directo. Mucho más elegante que los de Londres, con una performance a medio camino entre el fluxus y lo absurdo.

Hace treinta y cinco años de aquello y estoy seguro de que se recordará dentro de otras tres décadas. Se fue Tony Leblanc. Se fue el “Cervan” de Cuéntame, con el que los más jóvenes siempre lo asociarán. Pero tras de sí deja más de cincuenta películas, la mayoría de ellas rodadas antes de aquel fatal accidente de tráfico que en 1983 lo dejó impedido y truncó su carrera. Fue Santiago Segura el que lo recuperó para la gran pantalla, dándole un papel secundario en su saga de “Torrente”, a modo de despedida con el gran público.

Se va con noventa años otro de los grandes, para reunirse con, qué sé yo, José Luis López Vázquez, Fernando Fernán Gómez, Luis García Berlanga, o, por qué no, con Miliki. ¿Quién sabe qué nuevas genialidades harán allí donde se encuentren? Afortunados ellos que se reúnen en su Olimpo, tristes nosotros que los perdemos. Y es que una vida que empieza en el Museo del Prado (allí nació Tony Leblanc), solo puede ser una vida llena de arte.