Polanski, un dios de cine
Uno podría llegar a pensar que el hecho de que los miembros de una secta se introduzcan en tu casa para asesinar de manera especialmente sangrienta a tu esposa embarazada de ocho meses, sería motivo más que suficiente para perder el sentido del humor para el resto de tu vida. No es el caso de Roman Polanski, que nos sorprende con la primera comedia de su filmografía (sin contar la mediocre El baile de los vampiros) tres décadas después de aquel terrible acontecimiento.
Un dios salvaje, basada en la obra de teatro del mismo nombre de Yasmina Reza (quien, junto con Polanski, firma el guión del film), arranca con un plano secuencia en el que se nos muestra un parque mientras aparecen los títulos de crédito. Al final de dicha secuencia, un niño golpea con un palo a otro niño, que cae al suelo derribado.
A partir de ese momento el espectador no volverá a ver la luz del día, ya que el resto de la acción transcurre en un apartamento de Nueva York (aunque la película fue realmente rodada en Francia). Es ahí donde viven los padres del vástago agredido, que reciben la visita de los progenitores del niño agresor para solucionar el conflicto, magistralmente interpretados por Jodie Foster y John C. Reilly los primeros, y por Kate Winslet y Christoph Waltz los segundos.
La historia podría haber acabado transcurridos los primeros cinco minutos de la película, si no fuera por una extraña fuerza que impide, como a los personajes de El ángel exterminador de Buñuel, que los padres visitantes abandonen el edificio, a pesar de encontrarse en varias ocasiones a las puertas del ascensor.
Si tuviera que encuadrar esta cinta dentro de la filmografía de Polanski, la pondría junto a las más convencionales (esto es El pianista, u Oliver Twist, por citar dos ejemplos). No hay en esta película nada del cine negro de Chinatown (magníficamente protagonizada por Jack Nicholson), del misterio o el terror de La semilla del diablo (quiero agradecer de paso a la mente brillante que le puso ese nombre para la edición española) o incluso del surrealismo que alcanza en ocasiones con El quimérico inquilino. No pretendo decir con esto, ni mucho menos, que Un dios salvaje sea una obra menor.
La evolución de los personajes (si es que se puede evolucionar mucho en apenas hora y veinte, ya que la acción transcurre en tiempo real) es francamente magistral. Polanski nos muestra a través de un acontecimiento tan habitual e, incluso, trivial, como es una pelea entre dos niños, toda una serie de conflictos surgidos a partir de las relaciones humanas. Dos matrimonios aparentemente sólidos, cuatro adultos responsables solucionando un conflicto de manera racional y políticamente correcta, van dejando salir a relucir, poco a poco, sus obsesiones personales y los conflictos matrimoniales. La aparente cordialidad que reinaba en el encuentro, paulatinamente va dejando paso a un ambiente beligerante.
Primero se enfrenta un matrimonio contra el otro en defensa de sus respectivos vástagos. A continuación, el hombre se encara con el hombre y la mujer con la mujer para, finalmente, producirse una lucha de sexos: los dos padres se alían contra las dos madres, saliendo así a relucir los trapos sucios dentro de cada matrimonio.
Polanski nos muestra los aspectos más ridículos de la personalidad de cada uno de los personajes: la sensación de desamparo que transmite Christoph Waltz sentado en el suelo desconsolado ante la pérdida de su teléfono móvil es aprovechada por las dos mujeres para dar rienda suelta a sus carcajadas. Hecho que resulta paradójico, ya que momentos antes el personaje interpretado por Jodie Foster gimoteaba al observar su preciado libro empapado en vómito y el turno de Kate Winslet para el desconsuelo llegará instantes después, cuando vea su bolso estrellado contra el techo.
¿Qué pretende Polanski mostrando todo esto? Al igual que en la obra cumbre de Cervantes se produce la quijotización de Sancho y viceversa, el director del film nos muestra como los padres se convierten en los niños. Bajo esa apariencia de respetabilidad y responsabilidad que muestran al comienzo de la película, se esconden una serie de conflictos mucho más preocupantes que un ataque con un palo. Así, los padres acaban psicológimante exhaustos tras haberse empapado en reproches y de discutir hasta la extenuación, mientras la secuencia final nos muestra a los mismo dos niños del principio conversando pacíficamente. Además, esta psicología de los personajes se plasma en la pantalla a través de sus movimientos y de sus posiciones en la estancia: cada uno de los protagonistas siempre se sitúa más próximo a la persona con la que se está aliando en ese momento, reflejando una coreografía orquestada con toda naturalidad.
A través de Un dios salvaje, Polanski nos muestra su visión del mundo y nos invita a observar desde la distancia y la comodidad de una butaca de cine o del sofá de nuestra casa lo absurdo de las relaciones humanas y nos hace preguntarnos si no sería todo más sencillo si de vez en cuando tomáramos ejemplo de los niños. “¿Por qué todo tiene que ser siempre tan difícil?” se pregunta en un momento Jodie Foster. Lo que Polanski nos está diciendo es que realmente no tiene por qué serlo.
En definitiva, lo que el director francés pretende con Un dios salvaje, como con el resto de su filmografía, es dejar su impronta de autor y profundizar en la frontera de lo cotidiano y lo espectacular. ¿Podría Un dios salvaje ser un show de telerrealidad como Gran Hermano (suponiendo que permitieran el acceso a dicho reality a personas con un bagaje cultural mayor que el de un cencerro)?
Polanski nos ofrece su visión particular del mundo (o de un fragmento del mismo) y a través de la risa nos muestra el verdadero drama que se oculta tras las relaciones humanas. Es, en resumen, un ejemplo de cómo hacer una muy buena película con cuatro actores (que realizan una interpretación magnífica) y una única localización.