La quijotada sin esperanza de Hesse
Muchos libros se han escrito sobre la miseria y el sinsentido de la vida humana. Pero pocos con la dureza con la que Hesse propone en El lobo estepario el recorrido vital de su alter ego, Harry Haller, un hombre que deambula por el mundo encontrando un horroroso vacío en todo aquello con lo que está en contacto, pero que es perfectamente consciente de su tragedia. No comprende la vida basada en un flujo eterno y penoso, la autosatisfacción surgida de una existencia mecánica y absurda. Haller no entiende el mundo que lo rodea; tampoco a sí mismo. Sin embargo, esa falta de sentido es la base a partir de la cual moldea su percepción del universo y, en cierto modo, es el único lazo que lo liga a él, por paradójico que parezca. No existe, realmente, en Haller un afán por cambiar las cosas, aunque El lobo estepario es un libro de denuncia, directamente. La visión puramente existencialista (recordemos que el libro se publica en 1927) muestra un personaje en crisis, que, con una gran fuerza sugestiva, hace un llamamiento a la conciencia colectiva, a la lógica, a la preocupación existencial.
En su recorrido, Haller ataca la imperturbabilidad humana, el conformismo de una vida plana y se nos presenta como un ávido de sufrimiento; Haller desea, anhela sufrir y se apoyará en Novalis para dar contundencia a su pensamiento: “el dolor es un recuerdo de nuestra condición elevada”. El tormento del sufrimiento solo puede llevarse a cabo en una conciencia dividida. Por lo tanto, Haller se presenta como mitad lobo, mitad hombre. Mientras que al primero atribuye los instintos más oscuros de la especie humana, al otro atribuye la santidad o la espiritualidad. Sin embargo, tras leer el Tractat del lobo estepario (guiño metaliterario del autor) que un hombre entrega a Harry una noche, el personaje piensa si quizás esa bidivisión no es algo pueril y falso y, en efecto, el ser humano está dividido en millones de partes, que causan un conflicto indefectible entre sí. Llegamos, una vez más, a la contradicción, a la anulación del ente humano unitario, que jamás puede seguir un camino recto, porque en su interior bullen los contrarios, luchan por sobresalir. La imagen plástica de esta idea encuentra lugar cuando Haller tiene que visitar a un profesor, antiguo amigo suyo, sin quererlo realmente, sino dejándose llevar no sé sabe muy bien por qué, de la misma manera que toda la humanidad se deja llevar en la mayoría de sus acciones, que lo mismo daría si no se hicieran o si fueran realizadas por máquinas. Cada vez más, Haller se sumerge en una actitud pesimista hacia la realidad, hasta llegar a considerar la vida humana como un tremendo error, un camino hacia la culpa: el hombre deja de ser inocente desde su nacimiento, porque “nacimiento significa desunión del todo”.
Existe un punto de inflexión en el libro cuando Hermine se presenta ante Haller como la mujer de la que se enamorará y a la que tendrá que matar. Es un personaje muy interesante, desde el punto de vista de que Haller encuentra en ella la necesidad de vida, de sacudimiento, de impulso: su tortura es que no termina de vivir plenamente, pero tampoco de morir por completo (no se decide a suicidarse), sino que se mantiene en un balanceo dramático, que es, desde luego, el desencadenante de la acción.
Aunque Haller logrará casi la resurrección, a través del placer y el contacto con la juventud, esto no será más que un acercamiento hacia la ejecución última. La verdadera preocupación latente a lo largo de todo el libro se impone en un final casi irreal, anestesiado, totalmente absurdo, en el que la lucha contra la muerte se convierte, más que nunca, en algo bello, pero en “una quijotada sin esperanza” Esto nos hace pensar si uno de los dolores más fuertes sentidos por Haller no haya sido acaso la estupidez de participar en una batalla perdida desde antes del comienzo, haber alcanzado la grandiosidad del instante a la vez que se marchitaba miserablemente.