La necesidad del (no)voto
Y una vez más suenan las campanas. Desde las altas torres de sus cargos, el poder político nos conmina a acudir a las urnas para votar de nuevo, para participar otra vez del juego de la democracia. Y empieza la fiesta. Comienza la presentación de candidatos de múltiples y variadas procedencias e ideologías (si es que aún queda de eso); comienzan las tournées por los puntos clave de la geografía, estrechando manos, besando bebés y señoras, declamando discursos huecos y grandilocuentes, haciendo promesas…; comienzan los debates y careos, tan rígidos y vacíos; comienza el envío de cartas, la pegada de carteles…comienza, en fin, la campaña electoral. Quince frenéticos y vibrantes días en los cuales los aspirantes a regidor del destino de sus semejantes compiten en una carrera contrarreloj ya no sólo para convencernos de sus amplias virtudes, lo cual ya podría ser de por sí discutible, sino para hacernos ver los imperdonables defectos y carencias de sus contrincantes; presentados, según el caso, de filofascistas y antidemócratas o de pseudocomunistas hipócritas y nacionalistas simplistas.
Un gran espectáculo, sí señor. Pero claro, tiene su parte difícil, su responsabilidad. Ahora soy yo el que tiene que elegir en cual de estos elementos deposito mi confianza y mi fe (suponiendo que aún las conserve). Y no me malinterpretéis, menos mal que soy yo, y que yo tengo derecho a votar, y que esto existe (que en este país sabemos un rato de eso…). Pero aún así no quiero jugar, porque no me gusta este juego.
Y aquí viene la larga retahíla de manidos motivos de siempre. No por manidos, menos ciertos. No me gusta un sistema político que me obliga a votar a unas siglas y no a una persona, la cual quizá condicione su política a causa de las siglas que la acaudillan. No me gusta que no exista segunda vuelta, lo cual posibilita la creación de gobiernos híbridos que impiden que gobierne la fuerza más votada, sea la que sea. No me gusta la absurda representatividad que ofrece la ley D’hont. No me gusta que no sea yo el que pueda votar para elegir a mis jueces, o a los Consejos de radios y televisiones o a otros de los principales gestores de tantas entidades estatales que son mis representantes públicos, impidiendo la separación real de poderes y su control mutuo (y ya no entremos a hablar de la jefatura del estado…). No me gusta la tan extendida lógica del voto de castigo, votar al contrario para penalizar una mala gestión. No me gusta que los políticos no tengan responsabilidades ya no morales, que eso es patrimonio del alma y el alma es de Dios; ya no civiles, como dimisiones honestas y satisfactoriamente explicadas (en contraposición a encoger la cola y huir, como las ratas) sino responsabilidades penales, pues esos caballeros y esas damas deben ser un ejemplo para la sociedad a la cual gobiernan. Así nos va, cómo no vamos a tener unos políticos charlatanes, corruptos e hipócritas si somos una sociedad pasotista, orgullosamente apolítica y voluntariamente analfabeta… Pero este es tema para otro momento.
Lo que quiero decir es que no me gusta la democracia española. Me niego a formar parte de un sistema que está corrompido en sí mismo y controlado por poderes ajenos a la política que no es necesario mentar, que nos constriñe en un bipartidismo aberrante y que transforma nuestro voto, que debiera ser ejemplo de nuestra representatividad, en un elemento más para la lucha de esos dos partidos por alzarse con un poder que revierte de maneras muy cuestionables en la ciudadanía. Es entonces cuando abrazo la abstención como el único camino posible. No es una abstención escéptica, dolida, apática o descreída. Se trata de una abstención reflexionada y lúcida, una abstención que utilizando los mismos principios de la democracia burguesa, se opone a ella desde dentro. (Cabe aquí recordar, que la abstención es también una forma de voto. Tanto cuando me abstengo, como cuando participo, estoy haciendo uso de mi derecho al voto al igual que quien vota en blanco o marca su papeleta para hacer su voto nulo, y también tengo derecho a quejarme del resultado de las elecciones, si mi no-voto, ejercitado con una pretensión específica no logra los resultados que yo esperaba).
Esta abstención es una forma efectiva, contundente y dolorosa de recordarles a los partidos políticos la poca confianza que depositamos en ellos, lo hartos que estamos de su forma de actuar, de su cinismo y de su falta de compromiso con los ciudadanos que les ofrecen su voto; de recordarles que estamos cansados de ser los últimos en ser atendidos y los primeros en sufrir las consecuencias de su inoperancia.
A través de los años, las alternancias de los diversos gobiernos han supuesto escasos cambios en la sociedad (obviando los lógicos de los primeros años democráticos provocados de venir de donde veníamos…). Sólo existe un camino para crear una sociedad mejor, y ese es la política. Pero antes de mejorar la sociedad debemos mejorar el sistema político, y el medio para ello es expresar nuestro rechazo al sistema en general, obligarlo a cambiar. Me gustaría ver que político tendría los bemoles de ignorar un abstencionismo del 60% o del 70%. Pero bueno, estamos en España, lo mismo habría alguno que pensara que el día de las elecciones los votantes estaban de huelga.