El asco y la lira

El asco y la  lira

Maldita la ocasión
de rimar tropelías y centeno,
de empezar la sección
sin probar el terreno,
con la náusea viviendo en el duodeno.

Confío en que la ley
no me embargue el renglón ni las narices,
lo digo, señor Brey,
según sus directrices,
donde afinca el recorte sus raíces.

Me arrancó Jorge Pan
de las garras de un tedio sedentario,
y el señor leviatán
me puso voluntario
para ayudar, vis á vis, con su diario.

Empiezo, pues, con ganas,
cercado por cagadas de gaviota,
con intenciones vanas
de no hacer el idiota
y hacer El Mundo menos Pedro Jota.

Verá pronto el lector
mi abuso del sinónimo del ego,
mi pose de impostor,
y el verso al que me entrego
como una rama que se cae al fuego.

No ahorren exabruptos;
el tiempo confirmará en mi rutina
los coitus interruptos,
la crítica cetrina
de una labor innoble y sibilina.

Es tarde para el miedo;
exige este puesto igual osadía,
dispongo aquí el credo,
la moral valentía
del ayer, del hoy, del todavía.

El ácrata goliardo
aquí firmante espera transigencia.
Ya saben que no aguardo
la misma connivencia
que un bardo consagrado en esta ciencia.

Así, pues, esto empieza
con más miedo en el aire que el ozono.
No aspira a la grandeza,
tan sólo a un desentono
digno de la voz frágil de Yoko Ono.