Claro que vale la pena

Fui consciente de Juan Cruz hace unos meses, en un seminario de verano organizado por la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Escribo “fui consciente” porque considero que es la expresión que mejor refleja lo que pensé en aquel momento. Conocía a Juan Cruz de leer sus columnas en el periódico El País y también en el As. Con osada ignorancia lo había catalogado de forma inconsciente como uno de esos buenos periodistas que pueblan las columnas de los márgenes y contraportadas de las páginas, de los que siempre se requiere opinión sobre un asunto importante y que no hacen demasiado ruido mediático. Que es bastante, pero se queda corto. En aquellos días veraniegos, descubrí a un periodista con todas las de la ley. Un torbellino que parece inmune a la edad, que comunica de forma innata y además busca constantemente historias para contar, como si esta actividad fuese la piedra angular de su naturaleza. Es Cruz uno de esos genios de andar por casa, capaz de insuflar optimismo en un oficio, el periodismo, que parece estar sumido en una agonía permanente.

Para poder contar, primero hay que preguntar. Y escuchar. Partiendo de una premisa tan sencilla como esta nace uno de los principales -y más bellos- géneros del periodismo: la entrevista. Como no, Juan Cruz sabe mucho de la materia en cuestión. Así, en el año 2009 decidió que, ante el cariz que estaba tomando la profesión periodística, era el momento de hacer preguntas. Y para preguntar sobre un oficio, el más bello que dice García Márquez, habrá que preguntar a los mejores. Nace entonces, como una forma de agrupar una selección de entrevistas a profesionales consagrados del periodismo, el libro Periodismo. Vale la pena vivir para este oficio (DeBolsillo, 2010).

El periodismo es un oficio cruel. Así, sin medias tintas, lo dice Eugenio Scalfari, fundador del diario italiano La Repubblica, mientras conversa en su despacho con la puerta siempre abierta, “como los buenos periodistas”. Un periodismo cruel y verdadero, que desnuda a la gente y describe esa desnudez, aunque no sea fácil. El oficio en otra dimensión, en la que también se sitúa Ben Bradlee, vicepresidente y ex director de The Washington Post que con la edad de ochenta y ocho años todavía iba a diario a la redacción. Historia viva de tiempos del Watergate, cuenta con una entrada en Wikipedia que no llega a las cuatro líneas.

Estos son sólo dos ejemplos de las realmente fantásticas entrevistas que pueden encontrarse en esta obra. Sí, puede que me quede realmente corto, pero prefiero que el lector descubra por sí mismo (y no hay mejor manera que a través de las palabras transcritas de los protagonistas) el saber de unos hombres y mujeres excepcionales, capaces de crear historia contándola. Jean Daniel, fundador de Le Nouvel Observateur; Tomás Eloy Martínez, periodista y escritor argentino; Harold Evans, ex director de The Sunday Times y de The Times y cabeza visible de la llamada “batalla de la talidomida”; Alma Guillermoprieto, reportera mexicana autora de excepcionales reportajes sobre América Latina (los mejores están recogidos en el libro Al pie de un volcán te escribo, editado por Plaza y Janés) e integrante de la Fundación Nuevo Periodismo que fundó Gabriel García Márquez; Manuel Leguineche, reportero español todoterreno y Jon Lee Anderson, reportero norteamericano especializado en la guerra de Irak y conflictos en Oriente Medio narran sus propias historias y contribuyen a tejer un tapiz que ilustra un periodismo que, pese a ser contemporáneo, parece de otra época (¿cualquier tiempo pasado fue mejor?). Además, la obra contiene al final una extensa entrevista a Juan Luis Cebrián, primer director de El País, capaz de dar un discurso fabuloso sobre el oficio periodístico y cómo se forja un profesional. Pero también capaz -qué triste puede ser el tiempo-, de comandar un ERE masivo en el El País mientras resuenan los ecos de su astronómico sueldo en plena crisis. Será mejor, como dice un loco, quedarse con lo que éramos cuando fuimos los mejores.

Una obra que plantea un interrogante y consigue dar una respuesta, la cual se queda reverberando en la mente del lector desde la última página, y que sigue ahí cuando se deposita el libro en la estantería con el feliz pensamiento de una relectura para apreciar los matices que siempre se escurren. Y que seguirá -menos mal-, cada vez que las fuerzas flaqueen y la información esté a punto de caer rendida en manos de quien no debe. ¿Vale la pena vivir para este oficio? Pues claro. Y más si lo dice Juan Cruz.