A Roma con amor: billete en primera, por favor

La trama originada por Woody Allen se estructura en torno a cuatro historias independientes, girando todas ellas alredeor de la ciudad de Roma: Roberto Benigni es un empresario de poca monta que un día salta a la fama de manera inexplicable, siendo su vida un continuo y multitudinario espectáculo grotesco; Jesse Eisenberg es un estudiante de arquitectura que conoce a la amiga impúdica de su novia, Ellen Page, y luchará contra sus propias convicciones morales para evitar el adulterio y la infidelidad, siguiendo los consejos socarrones de su conciencia amorosa, encarnada por Alec Baldwin; Woody Allen y Judy Davis (que vuelve a colaborar con el director neoyorquino) son un matrimonio jubilado que va a la ciudad imperial a conocer al prometido de su hija; en la historia final, una pareja de recién casados (Alessandro Tiberi y Alessandra Mastronardi) decide mudarse a Roma desde una localidad más humilde para comenzar a codearse con las grande élites de la metrópolis.

Woody Allen compacta, en 102 minutos de película, toda aquel cliché o estereotipo que pueda surgir de las comedias italianas de farsa y equívoco de los años 60 (de hecho, se perciben resonancias fellinescas, y extraña no ver entre el reparto a Totó o a Marcello Mastroianni). Asistimos con ligero estupor a la recalcitrante manera del director neoyorquino de acercarse a aquellos elementos que caracterizan a la cultura italiana, desde su evidente amor por la ópera, pasando por la figura ecuménica del paparazzi, hasta la idiosincrasia de gritar y gesticular con verdadero arrobo. Al fin y al cabo, la mayor trascendencia que puede atribuírsele a la película es su afán por difundir los aspectos más relevantes de la ciudad y su zeitgeist, centrándose en especial en los sitios más solicitados de la Ciudad Eterna, desde el magnífico Coliseo hasta la Fontana de Trevi, pasando por la Piazza de San Pedro, donde Woody Allen se regodea con un plano circular que nos revela los estandartes y obeliscos de la sede de la fe cristiana.

Se percibe, con ligera evidencia, las referencias hechas a la obra clave de Bocaccio, El Decamerón, donde las alegorías sexuales, la voluptuosidad carnal y el regocijo espiritual son parte necesaria de la trama. La figura de Baldwin como termómetro moral del joven Eisenberg es sin duda un elemento reseñable dentro de una película aséptica, algo insípida y que, una vez más, confirma el afán tardío de Woody Allen de eregirse como el mejor agente turístico de la actualidad; sin embargo, como buena película de su autor, sobresalen destellos de ingenio y frugalidad humorística en certeros momentos de la obra, en especial aquéllos encarnados por el propio director, que sin duda contribuye al buen ritmo y destino de la película. Pese a ser una película algo floja y falta de contenido, es mucho mejor que algunas obras actuales que reciben un mayor reclamo popular del que debieran.

Cabe destacar la imaginería visual de la ciudad de Roma, que Allen ensalza y mima, aportando una perspectiva viva, intensa y animada, como si toda la película fuese filmada con libertad de poeta parnasiano. Es quizás su puesta en escena lo que sin duda vertebra el ritmo soportable de la trama, ofreciendo planos narrativos asumibles por cualquier espectador. Tal vez éste se pierda un poco ante la vorágine de tramas independientes que Allen ofrece, o quizás le resulte confusa la figura surrealista del consejero amoroso, que circula por la pantalla como un espectro invisible cuya mayor finalidad es ejercer de alcahuete canalla.

Benigni, en un momento determinado de la película

No quisiera cerrar la crítica sin referime a la interpretación de los actores, elemento fundamental del cine, como bien sabemos. Judy Davis regresa a una película de Woody Allen con un papel silencioso, discreto e irrelevante, lejos de sus habituales registros entre la neurastenia y el histrionismo. Woody Allen ejerece una vez más de judío hipocondríaco, con sus frecuentes tartamudeos y pequeñas manías conspiracionistas, guardándose para sí las más sucintas joyas del repertorio del guión, administradas con buen tino y provocando la carcajada general de un público a sus pies, si bien su figura ha acusado los cansancios obligados de la senectud y el agotamiento laboral, conservando sin embargo una cierta energía y vigor impropios de un director tan avezado. El regreso de Roberto Benigni a la gran pantalla era, a mi parecer, el mayor motivo de incógnita cinematográfica. ¿El resultado? Perfecto y sencillo en su papel de ingenuo mojigato que abusa del concepto que la prensa tiene de la fama. Sus pantomimas y naturales expresiones son, sin duda, de lo mejor en el aspecto interpretativo del filme. Penélope Cruz asume el rol como un trámite, un mero parón en trabajos de mayor carga dramática y que ofrezcan relumbrón a su carrera; enfundada en ese ajustado y escueto vestido rojo durante toda la película, merece mi desaprobación sin lugar a indulto, pues su papel de carismática y popular prostituta me parece insulso. Respecto a los papeles de Jesse Eisenberg y Ellen Page, dos estrellas en alza en la farándula hollywoodiense, confirmar lo que ya me temía: Eisenberg tiene menos expresión que Buster Keaton disecado, y el papel de Page se sostiene con pinzas porque lo ejecuta de manera irresoluta, abstraída incluso, y es una actitud intolerable en cualquier actor. Supongo que su contratación no fue casual, ya que sin duda habrá contribuido a una mayor distribución y promoción de la película entre las generaciones jóvenes. El descubrimiento, inopinado sin duda, fue el papel de Baldwin como asesor sentimental de Eisenberg; desempeña su rol de forma pícara y correcta, alentando las travesuras granujas de los actores, algo que sin duda complace la demanda del público. Me gustaría cerrar este apartado mencionando la buena labor de los secundarios de la obra, en especial dos: Fabio Armiliato, el enterrador, cuya excelsa voz de tenor será uno de los pilares fundamentales de la trama que incluye a Woody Allen; y Alessandro Tiberi, el joven recién casado que llega por primera vez a la gran ciudad, y cuya actitud melindrosa y pusilánime crea un personaje que, si bien resulta común en la filmografía del director neoyorquino, despierta las simpatías del público por su espontaneidad y una necesaria catarsis temerosa.

En resumidas cuentas, A Roma con amor está lejos de las mejores obras de Woody Allen, pero sin duda es una película con encanto, chispa, divertida, amena y familiar. De modo que quien desee recorrer los entresijos más vistosos y pintorescos de la ciudad, bebiendo de su cultura, conociendo sus costumbres y además echándose unas risas, ésta es la forma más barata de hacerlo. Para todo lo demás…

Puntuación: 2,3/5